Gaia




El Coronel Aureliano Buendía resucitó, después de haber pasado más de 100 años de soledad. Le vino a la memoria que tenía una nieta en Similara, Estado del Vértice, en el país de las Maravillas, cuyo nombre no recordaba, ya que había pasado mucho tiempo muerto, y a duras penas empezaba a mover las piernas, las manos, empezaba a recordar muchas cosas de su vida antes de morir, quería saber cuál es la frontera de la realidad y la ficción.

Llegó a Similara, y en ese momento, se acordó del nombre de su nieta, Gaia, ¡demonios!, qué nombre más extraño, pero daba igual, quería ver a su nieta. Y cuando la vio, la tomó entre sus brazos, y sintió el amor más grande que puede existir en el corazón de un ser humano. Gaia le habló de su vida, de cómo había perdido a sus papás, desaparecidos una noche sin dejar huella, y de la escuela, a la que cada día iba y disfrutaba aprendiendo un montón de cosas. Quería plantar árboles para cuidar el Planeta.

--¿Me ayudas, abuelito?
--Claro que sí, mi hijita. ¿Cuándo empezamos?
--Mañana, abuelo, mañana. ¡Qué alegría!

A la mañana siguiente, abuelo y nieta, pertrechados de pico y pala, cada uno con un retoño de arbolito, se dirigieron a las montañas de Similara, para plantar dos pequeños árboles, que querían crecer y ser parte del maravilloso milagro que es la vida.

Empezaron a horadar la tierra, y encontraron varios huesos.
--Abuelo, ¿son de pollo?
--Déjame ver, hijita.

El Coronel, que había transitado la muerte, se percató rápidamente de que se trataba de huesos humanos, y huesos de jóvenes, o de adolescentes.

--Vamos a tapar este agujero, hijita. Mejor en otro sitio, será más fácil.
Caminaron unos metros en otra dirección. Se detuvieron.
--Aquí, aquí, ya verás qué agujero vamos a hacer, ¡los arbolitos van a crecer hasta el cielo, abuelo ¡
Se pusieron a excavar, pero nuevamente aparecieron más huesos. El Coronel volvió a identificarlos con huesos de seres humanos.
--Vamos a otro sitio, hijita. Hay mucho campo por recorrer.
Daba igual el sitio, daba igual la pendiente, daba igual la profundidad, por todos los agujeros la tierra exudaba huesos humanos, algunos cortados perfectamente, a machetazos, con la técnica y precisión de un antiguo verdugo ducho en cortar cabezas.
--Me temo, hijita, que no vamos a poder plantar tus arbolitos.

--¿Por qué no, abuelo?
--Pues porque aunque haya cipreses y otro tipo de árboles en los cementerios, no puede ser que un país entero sea un cementerio, no puede ser que nuestros hijos sean enterrados sin nombre, así, como basura. Escucha, Gaia, no es esto lo que quiere la tierra, la tierra quiere que haya dignidad para hacerte un hueco en su piel y cobijar lo que antes tuvo vida.
--No me hagas llorar, abuelito. Entonces, ¿no son huesos de pollo?
--No, Gaia, son huesos humanos, esparcidos por doquier.
--Vámonos, yo les voy a hablar a los arbolitos para que sepan que no podemos reforestar ni cuidar la naturaleza sino cuidamos primero la vida de los seres humanos, sino plantamos en la raíz de la tierra la justicia, el respeto a los derechos y la dignidad de nuestros hermanos.

El Coronel iba recordando mientras agarrado de la mano de su nieta, regresaba a su casa:

MUCHOS AÑOS DESPUÉS, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

Él ahora había llevado a su nieta a conocer los huesos esparcidos de otros seres humanos, seres humanos sin nombre, sin historia, sin raíces, seres humanos de una tierra que estaba perdiendo la memoria, como le pasó a él, antes de morir, después de vivir más de cien años de soledad.

Hay gente que dice que todos los caminos llevan a Roma. Hay gente que dice que todos los huesos están enterrados en lugares donde la muerte iguala a ricos y pobres, pacíficos y guerreros, mujeres y hombres, viejos y jóvenes, honestos y delincuentes. Les iguala sin olvidar sus nombres. Pero aquellos que, como el Coronel, han transitado los caminos de la muerte, dicen que no puede haber un país que no sepa quién está bajo tierra, y que su enterrador no esté detrás de las rejas.

El Coronel Aureliano Buendía sintió rabia, besó la frente de su nieta, Gaia, y partió nuevamente a buscar el hielo. 




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